[ROLEO] Más allá de las sombras
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[ROLEO] Más allá de las sombras
Autor: Melarion
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El sol descendía en el horizonte de Abeloth, arañando con sus últimos estertores de luz las planicies y selvas del planeta. El guardián Rheon observó la escena, agotado y magullado como estaba, aunque con una sonrisa en los labios. La lluvia había suavizado el ambiente, y la brisa fresca que suspiraba entre los árboles le acariciaba el rostro con dedos amables.
La travesía por las selvas de Abeloth no había sido fácil; la lluvia lo acompañó en todo momento, convirtiendo la tierra en un lodazal mortífero para los incautos, hogar de plantas que no se mostraban nada hospitalarias con los extraños. Sus días fueron demasiado largos, siempre andando, siempre hacia adelante, siempre huyendo de la muerte, y pasaba las noches sumido en un inquieto duermevela, con el sable en el regazo. Cuando estaba despierto sentía náuseas y mareos, pero dormir tampoco le proporcionaba alivio. Las pesadillas le condujeron por los oscuros senderos del pasado, donde ni si quiera el espíritu más noble es inmune a las acometidas de los recuerdos dolorosos.
Pero por fin había llegado. El templo de los Caminantes Mentales se alzaba sobre un cerro que dominaba una vasta extensión de terreno selvático, cuyo único acceso era una ladera escarpada de la que descendían constantemente regueros de agua, como pequeñas serpientes transparentes. La planta del gran edificio era cuadrada, sin ventanas ni ornamentos, y estaba coronada por una cúpula marrón bulbosa surcada de relieves, única concesión a la decoración. Las luciérnagas invadían el ambiente como estrellas errantes, mientras los caminantes se movían de un lado a otro, envueltos en túnicas marrones de tejido basto.
Rheon había leído mucho sobre los Caminantes Mentales; durante algún tiempo estudió su procedencia y sus doctrinas, pero le seguían pareciendo de lo más extraños. Aceptaban a cualquier individuo que quisiera unirse a ellos, sin poner objeciones a su edad, raza o afiliación. Cuando un hombre se unía a los Caminantes Mentales perdía su pasado y se entregaba totalmente a la meditación.
«Un lugar de paz», reflexionó. «Un lugar para morir».
Un caminante menudo que ocultaba el rostro bajo la capucha de la túnica se acercó a él con pasos cortos y apresurados. Su cuerpo se mecía de un modo grotesco con cada pequeña zancada, aunque en ningún momento hizo ademán de tropezar.
—Tú—le dijo con voz atragantada, gutural, señalándole con un pálido dedo huesudo—. Tú conmigo. Venga.
Rheon dudó un instante, pero en seguida se encaminó detrás del hombrecillo hacia el interior del templo. Allí dentro los caminantes no llevaban túnicas, sino trajes de vuelo, y se sentaban sobre losetas con las piernas cruzadas y los ojos cerrados. Se detuvo un instante a observar algunos de los antiguos grabados y runas que serpenteaban en el suelo y las paredes, pero su guía hizo un extraño sonido que mostraba su desaprobación, con lo que tuvo que seguir caminando.
Anduvieron durante un tiempo que le pareció infinito por las galerías del templo, girando a izquierda y derecha constantemente y abriendo y cerrando puertas. Descendieron por un tramo de escaleras erosionadas que se había tallado en la propia roca del suelo y llegaron hasta una zona abierta en cuyo centro se alzaba una gran estatua. Sus rasgos habían desaparecido hacía mucho tiempo, y su mano derecha, alzada hacia el cielo, había perdido cuatro dedos.
—Tú aquí, tú espera—le dijo el hombrecillo. Se dio la vuelta y se marchó.
En el silencio y la penumbra reinantes, Rheon tuvo tiempo de examinar el lugar. Era mucho más sencillo que las salas que había visto anteriormente, y también mucho más antiguo. Apenas había un par de velas consumiéndose en oscuros rincones; su brillo parecía tan solitario como el de las luciérnagas de fuera.
Cuando el caminante apareció de la nada, la mano derecha se dirigió automáticamente hacia la empuñadura de su sable láser.
—No será necesario—declaró con voz calmada, y añadió:— Has tardado mucho.
—No sabía que me estuvieras esperando.
El caminante se retiró la capucha marrón. Era humano y tenía el rostro macilento, como si llevara mucho tiempo sin comer. Los ojos estaban hundidos sobre las arrugas de la edad, y la melena entrecana le caía hasta la altura de los hombros, desgarbada.
—Oh, claro que te esperaba—dijo el hombre mientras cruzaba las manos en el regazo, sonriente—. Hace mucho que te estoy esperando.
—¿Quién eres?
—Para serte sincero no recuerdo mi nombre—frunció el ceño, y nuevas arrugas brotaron en su rostro—. Pero más allá de las sombras me llaman Pahl, y supongo que tú también puedes llamarme así.
—Bien, Pahl—Rheon retiró la mano del sable, sin bajar la guardia ni un instante—, ¿por qué me has llamado?
—¿Yo?—la incredulidad se dibujó en su cara arrugada—. Yo no te he llamado, Rheon.
—¿Entonces quién?—preguntó, crispado ante tanto misterio—. ¿Por qué la Fuerza me ha guiado hasta aquí?
—Sólo la Fuerza conoce las intenciones de la Fuerza—el hombre extendió la mano hacia la estatua y acarició la piedra gris. Luego volvió la cabeza hacia él—. Pero más allá de las sombras he escuchado tu nombre, y también el de tu hijo.
—¿Mi hijo?—preguntó, riéndose—. Yo no tengo ningún hijo.
—Es un muchacho hermoso—continuó Pahl, haciendo caso omiso de sus palabras—. Se parece mucho a ti. Le he visto combatiendo a los Sith y forjándose un increíble destino en la Orden Jedi—el viejo sonrió—. También he visto sus dudas, inquietudes y miedos. Le he visto flaquear...—sus ojos emitieron un extraño brillo azul, y Rheon sintió que el corazón se le helaba en el pecho—. Y le he visto morir.
—Mientes—dijo, con voz seca—. Ya te he dicho que no tengo hijos.
—Claro que sí—replicó el anciano—. Has experimentado al amor, lo sé, eso también lo he visto. Has amado a una mujer que te amaba, y cuando os hicisteis uno creasteis a un tercero, aunque todavía no ha nacido.
De pronto acudió a su mente el recuerdo de Mylla, su sonrisa traviesa, su cabello castaño cayéndole en suaves bucles hasta la cintura, mientras el amanecer perfilaba su figura delicada y la cubría con el rocío. Aquella mañana hicieron el amor, y el estado de plenitud en el que se halló Rheon mientras lo hacían compensó con creces todo el sufrimiento que había padecido.
—Ella también es muy hermosa—asintió Pahl, como si leyera sus pensamientos—. Y tu hijo se le parece.
Si lo que decía aquel anciano era verdad y Mylla estaba embarazada, su deber era volver volver de inmediato junto a ella. Él no tuvo un padre al que acudir cuando su corazón se sintió atribulado, y no quería que su hijo pasara por lo mismo.
—Entonces he de irme—dijo Rheon con solemnidad—. Ese muchacho no pasará por lo que yo pasé.
—Melarion jamás conocerá a su padre—le advirtió el anciano, levantando el dedo índice de la mano derecha—, y llorará su ausencia cuando la Fuerza lo llame a las tierras de más allá de las sombras, como también la llorará cuando sostenga su primer sable.
—No—replicó Rheon—. Porque seré yo quien le ponga su primer sable en las manos.
Desandar el camino le costó más de lo que había imaginado; tenía la sensación de que algunas galerías y túneles no estaban antes, y que otras habían desaparecido. Tuvo que emplear el sable para abrir algunas puertas, y cuando por fin logró llegar a la sala principal del templo, abarrotada de caminantes encapuchados, sentía calambres en las piernas y los brazos pesados y torpes.
La multitud se había congregado entorno a un pequeño altar sobre el que brillaba una esfera de color azul. Los caminantes la observaban sin emitir sonido alguno, sin moverse, hipnotizados por su luz. Rheon se abrió paso a base de codazos y empujones hasta llegar a la entrada...
... donde una fuerza invisible le impactó en la espalda y lo sacó del templo volando. Durante un instante se sintió de nuevo en una pesadilla, pero cuando sus pulmones demandaron aire y éste no llegó, supo que era real.
Estaba suspendido a varios metros sobre el suelo. Un individuo, más bien una sombra, extendía una mano hacia él con los dedos flexionados, como si le oprimiera el cuello. En la otra portaba un sable láser, cuya hoja de color rojo humeaba con las gotas de lluvia que caían sobre ella.
Intentó hablar, pero las palabras murieron en su garganta antes de que pudiera articularlas.
—¡Rheon!—exclamó el Sith, divertido. Bajó la mano, y la fuerza que lo ahogaba desapareció—. Aquí estás, por fin.
Rheon trató de ponerse en pie, pero un latigazo de dolor le recorrió la pierna derecha, lo que le hizo desplomarse de nuevo. Se sentía mareado, cansado, agotado y furioso, muy furioso.
—Te he seguido hasta aquí—continuó el Sith, que un día había sido su amigo—. Mylla me confesó lo que hicisteis, pero no estoy enfadado, Rheon, de verdad.—Se retiró la capucha con la mano libre. Lucía una sonrisa sádica en el rostro—. A ella también la mataré, pero primero quiero acabar contigo, para que tu fantasma se presente allí y la vea morir.
Mello se acercó a él lentamente, blandiendo el sable con la mano derecha. La lluvia repiqueteaba contra su túnica de terciopelo y le empapaba la melena negra, que le caía lacia sobre los hombros. Había crecido un par de dedos desde la última vez que se vieran, pero sus andares arrogantes seguían siendo los mismos.
Se detuvo al llegar junto al cuerpo de Rheon, tendido en el lodo, y alzó el sable con ambas manos y la punta hacia abajo, dispuesto a asestar el golpe mortal. Hubo un instante, un pequeño instante, en el que casi lo consiguió... pero entonces recuperó las fuerzas y se abalanzó sobre él, con lo que Jedi y Sith cayeron al suelo, rodando sobre el barro.
Rheon le asestó varios golpes en la cara y las costillas, mientras Mello se debatía y luchaba por librarse de su abrazo. Él siempre fue más alto y fuerte que su amigo, y en aquel momento se valía de su potencia física para hundir su rostro en el barro. Mello se zafó y rodó hacia un lado, y un instante después volvía a tener el sable en la mano. La hoja roja se convirtió en un borrón que le habría sesgado la cabeza, de no ser porque Rheon logró sacar su arma a tiempo de detenerlo. El rojo y el azul se fundieron en un solo color. Los rostros de los contrincantes estaban tan cerca que sus frentes casi se tocaban.
—¡Te mataré!—gritó el que un día fue su amigo, enloquecido. La sangre le brotaba de la nariz y los labios—. ¡Te mataré, maldito traidor!
Mello giró hacia la izquierda y Rheon detuvo otra estocada, pero después su sable se convirtió en una centella que describió un amplio arco sobre la cabeza de su portador. Llegó a tiempo de detenerlo, aunque sentía las piernas demasiado cansadas y sus rodillas cedieron, haciéndole caer al suelo. Mello volvió a atacar, esta vez contra su pecho. Rheon rodó hacia la derecha y se puso en pie tan rápido como pudo, y las espadas volvieron a besarse. El láser rojo se encontró con el azul allí donde pretendía hendir la carne, pero no por ello desistió. La hoja volaba de izquierda a derecha, de derecha izquierda, luego también llegó por encima y a la altura de las piernas. Rheon bloqueó todos los golpes tan rápido como pudo, pero cada vez empleaba mayor esfuerzo en hacerlo. Sabía que no podía aguantar mucho más, tenía que encontrar una vía de escape... Y lo hizo.
Mello pisó donde no debía y el barro lo atrapó hasta el gemelo, dejando su flanco derecho desprotegido. Rheon puso toda su fuerza en un último golpe que debería haber cortado a su adversario en dos por la cintura, pero olvidó que, aunque él era más grande y fuerte, Mello siempre fue más rápido. Cuando quiso recordarlo, la hoja mortífera ya se había hundido en su pecho y le brotaba de la espalda, roja como la sangre que manaba de sus heridas.
El cuerpo del Jedi cayó de espaldas sobre el lodo, que lo recibió con un sonido húmedo. Mello liberó su pierna mientras contemplaba el cuerpo de su adversario, inmóvil, con la vista fija en un punto del cielo.
—Te lo dije—fueron sus palabras—. Te dije que te mataría.
Los Caminantes Mentales habían salido del templo para contemplar la escena. Mello se dirigió hacia ellos, apuntándoles con el sable.
—¿Dónde está Pahl?—exclamó, pero nadie habló.
Rheon trató de ponerse en pie, pero las fuerzas lo habían abandonado. Sus piernas no respondieron cuando quiso moverlas, y a medida que la vida escapaba de su cuerpo, él se sentía más ligero.
—¡¿Dónde está Pahl?!—gritó Mello, furioso. Rheon alzó la cabeza para mirarle una última vez. Apuntaba a un caminante que se había detenido frente a él, desafiante bajo su capucha.— Apártate de mi camino si no me vas a decir...
De una manga de la túnica del encapuchado emergió una hoja de color azul, que se movió rápida como un rayo. Un instante después, Mello yacía caído de rodillas con el gesto desfigurado en una mueca de dolor, mientras se agarraba con la mano izquierda el muñón. El grito de dolor hizo que Rheon se estremeciera. Toda la ira se había esfumado; ya sólo sentía pena.
—Hijo...—murmuró. La lluvia se le metía en los ojos y no le permitía tenerlos abiertos—. Mi hijo...
No lo había visto llegar, pero cuando escuchó su voz, abrió los ojos y allí estaba, a su lado.
—Yo cuidaré de tu hijo—le dijo el encapuchado, que había desnudado su rostro. El agua hacía que la melena se le pegara a la cara, pero no parecía importarle—. ¿Dónde está?
—Ruusan—logró decir, con un gemido—. ¿Cómo te llamas?
—Zod—respondió el muchacho, que no tendría más de dieciocho años—. Padawan Zod.
Rheon sonrió y se precipitó hacia el reino de más allá de las sombras, donde en un instante vio morir años y milenios, mientras su mente se hundía más y más en la eternidad.
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Temas off: Rheon es mi padre, que muere en Abeloth. El Sith que lo mata es un antiguo compañero suyo, que lo ha seguido hasta allí. Obviamente, Zod no es un Caminante Mental, sino un Jedi disfrazado.
Poco más. Se supone que después de esto, Zod regresa a Ruusan, donde mi madre moriría en el parto y él me acogería como su aprendiz, etc etc etc.
Ya sé que ni la historia ni la escritura están muy curradas, pero supongo que en un roleo así tampoco es requisito indispensable.
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Abeloth
El sol descendía en el horizonte de Abeloth, arañando con sus últimos estertores de luz las planicies y selvas del planeta. El guardián Rheon observó la escena, agotado y magullado como estaba, aunque con una sonrisa en los labios. La lluvia había suavizado el ambiente, y la brisa fresca que suspiraba entre los árboles le acariciaba el rostro con dedos amables.
La travesía por las selvas de Abeloth no había sido fácil; la lluvia lo acompañó en todo momento, convirtiendo la tierra en un lodazal mortífero para los incautos, hogar de plantas que no se mostraban nada hospitalarias con los extraños. Sus días fueron demasiado largos, siempre andando, siempre hacia adelante, siempre huyendo de la muerte, y pasaba las noches sumido en un inquieto duermevela, con el sable en el regazo. Cuando estaba despierto sentía náuseas y mareos, pero dormir tampoco le proporcionaba alivio. Las pesadillas le condujeron por los oscuros senderos del pasado, donde ni si quiera el espíritu más noble es inmune a las acometidas de los recuerdos dolorosos.
Pero por fin había llegado. El templo de los Caminantes Mentales se alzaba sobre un cerro que dominaba una vasta extensión de terreno selvático, cuyo único acceso era una ladera escarpada de la que descendían constantemente regueros de agua, como pequeñas serpientes transparentes. La planta del gran edificio era cuadrada, sin ventanas ni ornamentos, y estaba coronada por una cúpula marrón bulbosa surcada de relieves, única concesión a la decoración. Las luciérnagas invadían el ambiente como estrellas errantes, mientras los caminantes se movían de un lado a otro, envueltos en túnicas marrones de tejido basto.
Rheon había leído mucho sobre los Caminantes Mentales; durante algún tiempo estudió su procedencia y sus doctrinas, pero le seguían pareciendo de lo más extraños. Aceptaban a cualquier individuo que quisiera unirse a ellos, sin poner objeciones a su edad, raza o afiliación. Cuando un hombre se unía a los Caminantes Mentales perdía su pasado y se entregaba totalmente a la meditación.
«Un lugar de paz», reflexionó. «Un lugar para morir».
Un caminante menudo que ocultaba el rostro bajo la capucha de la túnica se acercó a él con pasos cortos y apresurados. Su cuerpo se mecía de un modo grotesco con cada pequeña zancada, aunque en ningún momento hizo ademán de tropezar.
—Tú—le dijo con voz atragantada, gutural, señalándole con un pálido dedo huesudo—. Tú conmigo. Venga.
Rheon dudó un instante, pero en seguida se encaminó detrás del hombrecillo hacia el interior del templo. Allí dentro los caminantes no llevaban túnicas, sino trajes de vuelo, y se sentaban sobre losetas con las piernas cruzadas y los ojos cerrados. Se detuvo un instante a observar algunos de los antiguos grabados y runas que serpenteaban en el suelo y las paredes, pero su guía hizo un extraño sonido que mostraba su desaprobación, con lo que tuvo que seguir caminando.
Anduvieron durante un tiempo que le pareció infinito por las galerías del templo, girando a izquierda y derecha constantemente y abriendo y cerrando puertas. Descendieron por un tramo de escaleras erosionadas que se había tallado en la propia roca del suelo y llegaron hasta una zona abierta en cuyo centro se alzaba una gran estatua. Sus rasgos habían desaparecido hacía mucho tiempo, y su mano derecha, alzada hacia el cielo, había perdido cuatro dedos.
—Tú aquí, tú espera—le dijo el hombrecillo. Se dio la vuelta y se marchó.
En el silencio y la penumbra reinantes, Rheon tuvo tiempo de examinar el lugar. Era mucho más sencillo que las salas que había visto anteriormente, y también mucho más antiguo. Apenas había un par de velas consumiéndose en oscuros rincones; su brillo parecía tan solitario como el de las luciérnagas de fuera.
Cuando el caminante apareció de la nada, la mano derecha se dirigió automáticamente hacia la empuñadura de su sable láser.
—No será necesario—declaró con voz calmada, y añadió:— Has tardado mucho.
—No sabía que me estuvieras esperando.
El caminante se retiró la capucha marrón. Era humano y tenía el rostro macilento, como si llevara mucho tiempo sin comer. Los ojos estaban hundidos sobre las arrugas de la edad, y la melena entrecana le caía hasta la altura de los hombros, desgarbada.
—Oh, claro que te esperaba—dijo el hombre mientras cruzaba las manos en el regazo, sonriente—. Hace mucho que te estoy esperando.
—¿Quién eres?
—Para serte sincero no recuerdo mi nombre—frunció el ceño, y nuevas arrugas brotaron en su rostro—. Pero más allá de las sombras me llaman Pahl, y supongo que tú también puedes llamarme así.
—Bien, Pahl—Rheon retiró la mano del sable, sin bajar la guardia ni un instante—, ¿por qué me has llamado?
—¿Yo?—la incredulidad se dibujó en su cara arrugada—. Yo no te he llamado, Rheon.
—¿Entonces quién?—preguntó, crispado ante tanto misterio—. ¿Por qué la Fuerza me ha guiado hasta aquí?
—Sólo la Fuerza conoce las intenciones de la Fuerza—el hombre extendió la mano hacia la estatua y acarició la piedra gris. Luego volvió la cabeza hacia él—. Pero más allá de las sombras he escuchado tu nombre, y también el de tu hijo.
—¿Mi hijo?—preguntó, riéndose—. Yo no tengo ningún hijo.
—Es un muchacho hermoso—continuó Pahl, haciendo caso omiso de sus palabras—. Se parece mucho a ti. Le he visto combatiendo a los Sith y forjándose un increíble destino en la Orden Jedi—el viejo sonrió—. También he visto sus dudas, inquietudes y miedos. Le he visto flaquear...—sus ojos emitieron un extraño brillo azul, y Rheon sintió que el corazón se le helaba en el pecho—. Y le he visto morir.
—Mientes—dijo, con voz seca—. Ya te he dicho que no tengo hijos.
—Claro que sí—replicó el anciano—. Has experimentado al amor, lo sé, eso también lo he visto. Has amado a una mujer que te amaba, y cuando os hicisteis uno creasteis a un tercero, aunque todavía no ha nacido.
De pronto acudió a su mente el recuerdo de Mylla, su sonrisa traviesa, su cabello castaño cayéndole en suaves bucles hasta la cintura, mientras el amanecer perfilaba su figura delicada y la cubría con el rocío. Aquella mañana hicieron el amor, y el estado de plenitud en el que se halló Rheon mientras lo hacían compensó con creces todo el sufrimiento que había padecido.
—Ella también es muy hermosa—asintió Pahl, como si leyera sus pensamientos—. Y tu hijo se le parece.
Si lo que decía aquel anciano era verdad y Mylla estaba embarazada, su deber era volver volver de inmediato junto a ella. Él no tuvo un padre al que acudir cuando su corazón se sintió atribulado, y no quería que su hijo pasara por lo mismo.
—Entonces he de irme—dijo Rheon con solemnidad—. Ese muchacho no pasará por lo que yo pasé.
—Melarion jamás conocerá a su padre—le advirtió el anciano, levantando el dedo índice de la mano derecha—, y llorará su ausencia cuando la Fuerza lo llame a las tierras de más allá de las sombras, como también la llorará cuando sostenga su primer sable.
—No—replicó Rheon—. Porque seré yo quien le ponga su primer sable en las manos.
Desandar el camino le costó más de lo que había imaginado; tenía la sensación de que algunas galerías y túneles no estaban antes, y que otras habían desaparecido. Tuvo que emplear el sable para abrir algunas puertas, y cuando por fin logró llegar a la sala principal del templo, abarrotada de caminantes encapuchados, sentía calambres en las piernas y los brazos pesados y torpes.
La multitud se había congregado entorno a un pequeño altar sobre el que brillaba una esfera de color azul. Los caminantes la observaban sin emitir sonido alguno, sin moverse, hipnotizados por su luz. Rheon se abrió paso a base de codazos y empujones hasta llegar a la entrada...
... donde una fuerza invisible le impactó en la espalda y lo sacó del templo volando. Durante un instante se sintió de nuevo en una pesadilla, pero cuando sus pulmones demandaron aire y éste no llegó, supo que era real.
Estaba suspendido a varios metros sobre el suelo. Un individuo, más bien una sombra, extendía una mano hacia él con los dedos flexionados, como si le oprimiera el cuello. En la otra portaba un sable láser, cuya hoja de color rojo humeaba con las gotas de lluvia que caían sobre ella.
Intentó hablar, pero las palabras murieron en su garganta antes de que pudiera articularlas.
—¡Rheon!—exclamó el Sith, divertido. Bajó la mano, y la fuerza que lo ahogaba desapareció—. Aquí estás, por fin.
Rheon trató de ponerse en pie, pero un latigazo de dolor le recorrió la pierna derecha, lo que le hizo desplomarse de nuevo. Se sentía mareado, cansado, agotado y furioso, muy furioso.
—Te he seguido hasta aquí—continuó el Sith, que un día había sido su amigo—. Mylla me confesó lo que hicisteis, pero no estoy enfadado, Rheon, de verdad.—Se retiró la capucha con la mano libre. Lucía una sonrisa sádica en el rostro—. A ella también la mataré, pero primero quiero acabar contigo, para que tu fantasma se presente allí y la vea morir.
Mello se acercó a él lentamente, blandiendo el sable con la mano derecha. La lluvia repiqueteaba contra su túnica de terciopelo y le empapaba la melena negra, que le caía lacia sobre los hombros. Había crecido un par de dedos desde la última vez que se vieran, pero sus andares arrogantes seguían siendo los mismos.
Se detuvo al llegar junto al cuerpo de Rheon, tendido en el lodo, y alzó el sable con ambas manos y la punta hacia abajo, dispuesto a asestar el golpe mortal. Hubo un instante, un pequeño instante, en el que casi lo consiguió... pero entonces recuperó las fuerzas y se abalanzó sobre él, con lo que Jedi y Sith cayeron al suelo, rodando sobre el barro.
Rheon le asestó varios golpes en la cara y las costillas, mientras Mello se debatía y luchaba por librarse de su abrazo. Él siempre fue más alto y fuerte que su amigo, y en aquel momento se valía de su potencia física para hundir su rostro en el barro. Mello se zafó y rodó hacia un lado, y un instante después volvía a tener el sable en la mano. La hoja roja se convirtió en un borrón que le habría sesgado la cabeza, de no ser porque Rheon logró sacar su arma a tiempo de detenerlo. El rojo y el azul se fundieron en un solo color. Los rostros de los contrincantes estaban tan cerca que sus frentes casi se tocaban.
—¡Te mataré!—gritó el que un día fue su amigo, enloquecido. La sangre le brotaba de la nariz y los labios—. ¡Te mataré, maldito traidor!
Mello giró hacia la izquierda y Rheon detuvo otra estocada, pero después su sable se convirtió en una centella que describió un amplio arco sobre la cabeza de su portador. Llegó a tiempo de detenerlo, aunque sentía las piernas demasiado cansadas y sus rodillas cedieron, haciéndole caer al suelo. Mello volvió a atacar, esta vez contra su pecho. Rheon rodó hacia la derecha y se puso en pie tan rápido como pudo, y las espadas volvieron a besarse. El láser rojo se encontró con el azul allí donde pretendía hendir la carne, pero no por ello desistió. La hoja volaba de izquierda a derecha, de derecha izquierda, luego también llegó por encima y a la altura de las piernas. Rheon bloqueó todos los golpes tan rápido como pudo, pero cada vez empleaba mayor esfuerzo en hacerlo. Sabía que no podía aguantar mucho más, tenía que encontrar una vía de escape... Y lo hizo.
Mello pisó donde no debía y el barro lo atrapó hasta el gemelo, dejando su flanco derecho desprotegido. Rheon puso toda su fuerza en un último golpe que debería haber cortado a su adversario en dos por la cintura, pero olvidó que, aunque él era más grande y fuerte, Mello siempre fue más rápido. Cuando quiso recordarlo, la hoja mortífera ya se había hundido en su pecho y le brotaba de la espalda, roja como la sangre que manaba de sus heridas.
El cuerpo del Jedi cayó de espaldas sobre el lodo, que lo recibió con un sonido húmedo. Mello liberó su pierna mientras contemplaba el cuerpo de su adversario, inmóvil, con la vista fija en un punto del cielo.
—Te lo dije—fueron sus palabras—. Te dije que te mataría.
Los Caminantes Mentales habían salido del templo para contemplar la escena. Mello se dirigió hacia ellos, apuntándoles con el sable.
—¿Dónde está Pahl?—exclamó, pero nadie habló.
Rheon trató de ponerse en pie, pero las fuerzas lo habían abandonado. Sus piernas no respondieron cuando quiso moverlas, y a medida que la vida escapaba de su cuerpo, él se sentía más ligero.
—¡¿Dónde está Pahl?!—gritó Mello, furioso. Rheon alzó la cabeza para mirarle una última vez. Apuntaba a un caminante que se había detenido frente a él, desafiante bajo su capucha.— Apártate de mi camino si no me vas a decir...
De una manga de la túnica del encapuchado emergió una hoja de color azul, que se movió rápida como un rayo. Un instante después, Mello yacía caído de rodillas con el gesto desfigurado en una mueca de dolor, mientras se agarraba con la mano izquierda el muñón. El grito de dolor hizo que Rheon se estremeciera. Toda la ira se había esfumado; ya sólo sentía pena.
—Hijo...—murmuró. La lluvia se le metía en los ojos y no le permitía tenerlos abiertos—. Mi hijo...
No lo había visto llegar, pero cuando escuchó su voz, abrió los ojos y allí estaba, a su lado.
—Yo cuidaré de tu hijo—le dijo el encapuchado, que había desnudado su rostro. El agua hacía que la melena se le pegara a la cara, pero no parecía importarle—. ¿Dónde está?
—Ruusan—logró decir, con un gemido—. ¿Cómo te llamas?
—Zod—respondió el muchacho, que no tendría más de dieciocho años—. Padawan Zod.
Rheon sonrió y se precipitó hacia el reino de más allá de las sombras, donde en un instante vio morir años y milenios, mientras su mente se hundía más y más en la eternidad.
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Temas off: Rheon es mi padre, que muere en Abeloth. El Sith que lo mata es un antiguo compañero suyo, que lo ha seguido hasta allí. Obviamente, Zod no es un Caminante Mental, sino un Jedi disfrazado.
Poco más. Se supone que después de esto, Zod regresa a Ruusan, donde mi madre moriría en el parto y él me acogería como su aprendiz, etc etc etc.
Ya sé que ni la historia ni la escritura están muy curradas, pero supongo que en un roleo así tampoco es requisito indispensable.
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Fecha de inscripción : 12/05/2015
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